23 enero, 2008

¿Les está permitido llorar o enseñar sus emociones a los políticos?

¿Se pueden permitir los políticos los lloriqueos en público, los noviazgos adolescentes y otras servidumbres sentimentales?

Definitivamente de cara a la galería, no. A no ser que se quiera ocultar alguna otra cosa peor.

Sabemos de la sinceridad del gesto emocionado de Gallardón en el acto de presentación de un libro sobre su admirado Fraga y también del loco romance hormonal del presidente francés. Todo está muy bien... pero en privado.

El político puede hacer gala de su sentimentalismo en público siempre y cuando quiera tapar algún asunto que ya ha salido a luz pero que necesita de otro que lo oculte. Por ejemplo, que sube la inflación a niveles estratosféricos y los españoles se quejan por tierra, mar y aire de que no llegan a fin de mes... pues nada, se inventa una amante, pongamos por caso, para Zapatero y ya desviamos la atención del problema principal que es de lo que se trata.

Otro caso es el de la lagrimita de furia de Hillary Clinton tras perder en Iowa que fue vista por todos los USA y que dicen que le sirvió para ganar en New Hampshire ¿Preparado? No lo creo, simplemente oportuna.

Opto por el sentimentalismo político (sino tengo otra cosa mejor al alcance), cuando con ello me sirva para llamar la atención, dado que está demostrado que en las coyunturas delicadas, esta actitud puede convertirse en una estrategia premeditada para conseguir nuestros objetivos. Es lo que se llama la política de las emociones, una de las mejores tácticas para acercarse a los electores indecisos y a los que han perdido confianza en la política. Lo ideal es no abusar de ella y utilizarla en dosis justas justisímas.

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